Julio es un mes especial para el Barrio de Santiago porque desde el inicio de este mes ya son visibles los preparativos para celebrar a su Santo Patrono, el Apóstol Santiago.
Este barrio, uno de los más emblemáticos de la ciudad, nace contemporáneamente como pueblo de indios con el Real de Minas de San Luis, junto con el otro pueblo de indios de Tlaxcalilla asentados ambos en los límites del cauce del río Santiago.
Alejados de la nueva ciudad española, los habitantes de este pueblo, descendientes de los guachichiles que habían convivido con los franciscanos que los acogieron y de los tlaxcaltecas y purépechas venidos de otras tierras se dedicaron a cultivar la tierra y a intercambiar productos traídos del norte del territorio.
El tendido de la línea férrea y el crecimiento de la ciudad a mediados del siglo XIX le dio nueva vida al barrio. Se instalaron numerosos talleres y fábricas, y con ellos gente que llegó a vivir en los vecindarios construidos para alojarlos. El barrio contaba con un teatro, una plaza de toros y una estación de tranvías, la vida cotidiana del barrio se veía interrumpida por el ajetreo y la actividad de las fábricas. La apertura del Panteón Municipal de El Saucito y el cierre de los cementerios barriales coloca al barrio en el camino de las caravanas fúnebres que se dirigían al nuevo cementerio.
Desde entonces, el Barrio de Santiago ha sido la puerta de entrada y salida de los habitantes del centro y aquellos de las comunidades del norte de la ciudad. El flujo de bienes ha sido constante y eso ha influido en la vida del barrio. No ha sido coincidencia que empresas como Mole Doña María hayan elegido este sitio como su casa para producir y vender este producto.
Desde las huertas y haciendas agroganaderas del norte de la ciudad, Mexquitic, Ahualulco y hasta de comunidades de Zacatecas llegaban los costales de chiles secos para la fábrica entre muchas otras mercancías. La gente del barrio podía encontrar a los mercaderes con quesos, hortalizas, pulque, colonche y alimentos preparados cuyo destino final eran los mercados ubicados en los límites de los barrios y el centro de la ciudad.
Por esto, el Barrio de Santiago ha sido hogar de algunas de las comidas de la calle más populares de toda la ciudad y durante sus fiestas patronales personas de muchos lados vienen a degustar año con año, en un ambiente festivo y solemne, los platillos que se ofrecen en los puestos colocados a lo largo de su jardín y en las calles aledañas al templo.
Al compás de los danzantes chichimecas, las procesiones con las impresionantes ceras escamadas, los cohetes y las plegarias, los visitantes van descubriendo olores, colores y sabores que los transportan a su infancia. No podemos dejar de mencionar los riquísimos y únicos Tacos Joven, esos tacos doraditos de carne deshebrada y bañados con una salsa de jitomate y rajas en donde sobresale ese amarillo misterioso que le da la mostaza. Quien desee algo más contundente podrá encontrar los tacos de tripitas, de hígado y de carnitas, sin olvidar probar la variedad de salsas que ofrecen. Para los más tradicionales están las señoras que llegan con sus cazuelas para freír en manteca las únicas enchiladas potosinas, servidas con salsa y cebollita picada; los infaltables taquitos rojos, a veces servidos con una pieza de pollo: o las gorditas de horno que ahora te venden en una bolsa de plástico para que puedas bañarlas de una salsa de chiles secos, muy picosa. No pueden faltar las ollas con tamales rojos, verdes y de dulce, o la canasta de pan dulce, servidos con un vaso de atole o café de la olla.
Para saciar el antojo dulce encontramos los tradicionales churros, los de siempre, pero también aquellos contemporáneos rellenos de cajeta, mermelada o crema de chocolate. Y si tenemos suerte, también. Podemos encontrar al muchachito que vende sus gelatinas multicolores en una vitrina de vidrio.
Participar en las festividades dedicadas al Apóstol Santiago es un acto de fe pero también es un festival de los sentidos. Celebrar al santo patrono es la oportunidad perfecta para sentirse parte del barrio, impregnarse de sus olores y por supuesto, disfrutar del riquísimo patrimonio gastronómico para no olvidar de dónde somos y seguir identificándonos con el lugar al que pertenecemos.